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Concepción Hernández Méndez

El 21 de este mes de marzo, además de celebrar el natalicio de Benito Juárez y la entrada de la primavera, celebramos también el Día Internacional para la Eliminación de la Discriminación Racial.  Sumado a esto, el año que corre es el de los y las afrodescendientes. Un 20 de marzo de 1960, la policía disparó contra una manifestación pacífica que en Sharpeville, Sudáfrica protestaba contra las leyes de segregación racial (el apartheid). Cada 21 de marzo (aunque sea) vale recordar y comprometerse a erradicar la discriminación racial, la que aún cuando no siempre sea violenta o segregacionista, también lastima, pues es siempre una conducta contraria al principio de igualdad que consagra la Declaración Universal de Derechos Humanos: que todos los seres humanos nacemos libres e iguales en dignidad y derechos y que, dotados como estamos de razón y conciencia, debemos comportarnos fraternalmente los unos con los otros (artículo 1º); que todas las personas tenemos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición (artículo 2º).

Pese a los 62 años de vigencia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los 42 años de vigencia de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial, los gobiernos no hacen gran cosa por erradicar las abominables expresiones de la discriminación. A menudo vemos en la prensa que en las escuelas hay casos de discriminación, graves algunos. Ya no hay holocaustos –o los hay de otro modo-, ya se disimula la limpieza étnica. Ya no hay camiones para blancos y negros, ni restaurantes donde los negros no puedan entrar, pero sí hay conductas discriminatorias racistas.

En los años 60, antes de que se aprobara (1965) y entrara en vigor (1969) la Convención antes señalada, el maltrato y la discriminación eran cotidianas en las escuelas o en el trabajo. Un ejemplo fue el Mayor Rodolfo García, prefecto del Centro Escolar Presidente Venustiano Carranza que quería que al frente del contingente de los desfiles importantes (el 5 de mayo, el 16 de septiembre) fueran sólo muchachas altas y de piel blanca, las que por cierto no abundaban en nuestro medio. Este militar despreciaba a los que venían de las zonas rurales, burlándose de ellos con el estereotipo de que los campesinos hablan mal o que no se les entiende, igual como acostumbran actualmente unos tíos que hacen anuncios que se transmiten por radio: “oiga asté…”, como esos estereotipos de Chano y Chon, ya viejos ahora. En esos años no se hablaba de derechos humanos en Tehuacán. Yo medio que intuía que no era correcto que una persona usara su autoridad para discriminar a quienes no teníamos los rasgos físicos que él apreciaba, pero no sabía qué hacer, ni había con quién quejarse. En Zacatlán, Huauchinango y otros puntos de la Sierra norte constaté que el desprecio de los mestizos hacia los indígenas es más fuerte que acá, pues allá a los indios les dicen: naquitos, peoncitos, naturalitos, “los menos”. Yo entonces no había advertido que en Tehuacán también hay un trato discriminatorio a las personas que vienen de la Sierra Negra, sea a trabajar o a comerciar sus productos: “esos serranos”, “los serranitos”, etc. Ni siquiera serranos, sino serranitos, así, chiquitos, poca cosa. He discutido contra el uso de la palabra Xintito o Xinto, porque ¿con qué derecho menospreciamos a otros?  Tal vez porque somos eso que hemos aprendido a despreciar. En conclusión: no hay diferencia entre los mestizos de la Sierra Norte y los de Tehuacán, ambos infravaloran, desprecian a personas que consideran más humildes. En la mixteca vecina también la gente mestiza se jacta de ser “de razón” de no ser “naturalitos”.

En la ciudad de Puebla descubrí que se discriminaba mucho a los de Tlaxcala y a los de Cholula, por su ser y sus apellidos indígenas: Xelhuantzi, Tecamachaltzin, Xochicalis, Maxil. También aquí en Ajalpan, les dicen “las nanitas” a las mujeres indígenas que viven en los barrios alejados del centro, pero esas que dicen a otras “las nanitas”, son físicamente parecidas, pero ya creen haber cruzado la línea de color. Esa forma de trato es de muy mal gusto y habla muy mal de quién discrimina, pero desde luego que quiénes lo hacen no se perciben como discriminadores, no son conscientes.

También en Chiapas encontré el desprecio absoluto a los indígenas, por parte de la sociedad mestiza, aunque con la aparición de los Zapatistas cambió mucho la situación. Cuando unos mestizos (ladinos les dicen allá) alegan o se pelean, la gente les dice “en balde ustedes son ladinos, parecen indios”, como si sólo los indios se pelearan.

Pero lo peor que he visto, es cómo nos discriminamos nosotros mismos. En nuestro país, la sociedad que se formó después de la conquista española, aprendió a negar su ser indio, a brincar la línea de color. Nosotros mismos nos burlamos de quiénes no hablan bien el español, aunque nuestros padres o abuelos hayan hablado alguna lengua indígena. A los idiomas indios les decimos “dialectos”, no idiomas. Hay gente que dice: “mi mamá es indígena”, o sea, su mamá, ella ya no, como si hubiera llegado a este mundo en un ovni. Si procedo de un vientre indígena, soy indígena también, pero nosotros nos volvimos unos indios renegados, que nos re-negamos, que rechazamos lo que somos: nuestro color de piel, nuestros rasgos, nuestro idioma, nuestra historia. Asimilamos la discriminación hasta el tuétano, queriéndonos deslindar de los que son como nosotros, disfrazándonos

Tendemos a identificarnos con los que no son discriminados, de parecernos a ellos. No queremos vernos en el espejo de los indios que somos, nos “blanqueamos” pintándonos el pelo de rubio, de color castaño, de rojo, maquillándonos para tapar nuestro ser. Unas morenas del color de la tierra, como dicen los zapatistas, lucimos unos cabellos claros, que a cuadras se ve que son teñidos y que no nos quedan bien. Algunas se pintan todos los vellitos de cara y brazos, piernas. No queremos ser morenos, igual que Michael Jackson no quería ser negro, aunque nos haga daño, aunque se nos queme el pelo. Todo, menos ser los indios que somos. Igual con la ropa, nos disfrazamos, como que matamos lo que somos, lo que nos avergüenza de nosotros mismos. A eso nos redujo la discriminación, a nuestra negación.

Pero bien, este año 2011, dedicado a los afrodescendientes, que sirva para que recordemos que además de la raíz india, muchos tenemos una tercera raíz: la negra. En Mazateopan, en Calipan, en Cuicatlán, en Tehuacán mismo, más que los indios, los negros y mulatos fueron la fuerza de trabajo en la época colonial. Las costas de Veracruz y Guerrero, donde llegaron los barcos españoles, trajeron a los cautivos africanos que aquí como trasplantados, ya no volvieron a su mundo. Ahí está el pueblo de Yanga en Veracruz: Yanga fue un rey, un príncipe africano que tuvo que rebelarse contra España en el pueblo de San Lorenzo de los Negros y fue ferozmente perseguido por un gran ejército. Su nombre quedó inmortalizado en ese pueblo cercano a Córdoba. Honremos nuestra raíz negra, con ella llegaron otros ritmos, otra música, otras creencias. Nuestros ancestros negros, fueron los que  sobrevivieron cuando los indios fueron diezmados por la viruela, el vómito negro y otros males que trajeron los españoles y los mismos negros. No nos rapemos el pelo colocho, no nos ocultemos más. Aceptémonos y dejemos de transfigurar nuestro ser: desde el nombre y el color del pelo, hasta el corazón.

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