Creo que la mayoría de nosotros tenemos muchos autores consentidos, pero sin lugar a dudas guardamos un pedacito especial en nuestro corazón para algún autor que se convierte en alguien tan entrañable en nuestra vida, que lo sentimos como parte de la familia. De esas familias que guían y te llenan el alma de valores.
Ursula le Guin, al parecer se ha convertido en la favorita de muchos, así que hablaremos de un cuento de ella y de nuestra responsabilidad que como sociedad tenemos – Parte Dos-. Le Guin fue una escritora estadounidense. Publicó obras dentro de numerosos géneros, principalmente ciencia ficción y fantasía, aunque también escribió poesía, libros infantiles y ensayos, y creo necesitaríamos de una entrada especial para hablar de ella.
El cuento que nos toca hoy se llama: “Los que se alejan de Omelas” es una historia corta, y por esta historia Ursula recibió la Medalla de la Fundación Nacional del Libro en 2014 por su Contribución Distinguida a las Letras. La historia ganó el Premio Hugo en 1974 al Mejor Cuento Corto, que se otorga anualmente a una historia de ciencia ficción o fantasía.
“Los que se alejan de Omelas” aparece en la colección de 1975 The Wind’s Twelve Quarters.
La historia comienza con una descripción de la idílica ciudad de Omelas, “con sus torres brillantes junto al mar”, mientras sus ciudadanos celebran su Festival anual de verano. La escena es como un cuento de hadas alegre y lujoso, con “un clamor de campanas” y “golondrinas volando”. Una sociedad pacífica, sin crímenes, guerras o injusticias; mucho menos monarquías o esclavos.
Al ir avanzando en el cuento, la narradora intenta explicar un poco porqué es un lugar tan feliz, aunque queda claro que no conoce todos los detalles sobre la ciudad. En cambio, invita a los lectores a imaginar los detalles que les convengan, insistiendo que no importa mucho cómo te lo imagines.
No olvides incluir flores, pasteles, flautas y ninfas que corren desnudas sobre sus caballos. Parece demasiado bueno para ser verdad, y a narradora pregunta:
“¿Lo Crees? ¿Aceptas el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Entonces déjame describir una cosa más”.
Lo que ella explica a continuación es que la ciudad de Omelas mantiene a un niño pequeño, con la apariencia de 6 años, encerrado en una habitación húmeda y sin ventanas, en un sótano. El niño está desnutrido y sucio, con llagas supurantes. A nadie se le permite siquiera pronunciar una palabra amable para él, por lo que, aunque recuerda “la luz del sol y la voz de su madre”, ha sido eliminado de todo contacto humano. Ni una caricia. Ni una esperanza.
Todos en Omelas saben sobre el niño. La mayoría incluso ha venido a verlo por sí mismos. Como escribe Le Guin, “todos saben que el niño tiene que estar allí”.
Pero la narradora también observa que ocasionalmente, cuando alguien ve al niño elige no regresar a casa, en lugar de ello camina por la ciudad, sale por las puertas, hacia las montañas. La narradora no tiene idea del destino de las personas que se van, pero señala que “parecen saber hacia dónde van, las personas que se alejan de Omelas”.
La narradora menciona repetidamente que ella no conoce todos los detalles de Omelas. Dice, por ejemplo, que “desconoce las reglas y leyes de su sociedad” y se imagina que no hay autos ni helicópteros no porque ella lo sabe con certeza, sino porque cree que esas cosas no traen felicidad.
Pero afirma que los detalles en realidad no importan, e invita a los lectores a imaginar todos los detalles que harían que la ciudad les pareciera más feliz. Por ejemplo, la narradora aconseja que el lector incluya cualquier cosa que pueda hacerla feliz: “Si es así, por favor agrega una orgía”. Y para los lectores que no pueden imaginar una ciudad tan feliz sin drogas recreativas, ella inventa una droga imaginaria llamada “drooz”.
De esta forma, el lector queda implicado y va construyendo junto con la narradora toda la alegría que alguien pueda experimentar en Omelas, aunque nunca se sabe el origen de esa felicidad. Mientras la narradora expresa incertidumbre sobre los detalles de la felicidad de Omelas, no omite ningún detalle del pequeño niño miserable, desnutrido e infeliz. Temeroso. Que desconoce una caricia de afecto, mucho menos de amor.
Cierra los ojos pero sabe que las fregonas siguen ahí, erguidas, y la puerta está cerrada y nadie acudirá. La puerta siempre está cerrada y nunca viene nadie salvo en ciertas ocasiones – la criatura no tiene noción del tiempo y los intervalos – en que la puerta cruje espantosamente, se abre y asoma una o varías personas. Entra una sola y de un puntapié le obliga a levantarse. Los otros jamás se le acercan sino que lo observan con ojos de horror y asco. La escudilla de comida y el jarro de agua se llenan rápidamente, se cierra la puerta, los ojos desaparecen.
Cuando la narradora menciona que una cosa “no existe en Omelas es culpa”, el lector podría pensar que los habitantes son demasiado inocentes o demasiado estúpidos. Solo más tarde queda claro que la felicidad no proviene de la inocencia o la estupidez; proviene de su voluntad de sacrificar a un ser humano en beneficio del resto.
Y, ¿Entonces? ¿Por qué algunos dejan Omelas? Quizá están caminando hacia una tierra de justicia, o al menos la búsqueda de la justicia, y que tal vez la valoren más que su propia alegría.
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