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Hoy les quiero contar una historia.
Jacinto o “Chinto” como le dicen todos en el mercado, recién cumplió 63 años y prácticamente toda su vida ha vivido en la plaza, siendo el hijo mayor de 6 hermanos y único soporte de su madre cuando su marido aficionado a las bebidas que marean tuvo la ocurrencia de irse con el vientre hinchado y vomitando sangre, tuvo que cuidar de la familia como si fuera el padre.

Cuando se fue apenas tenía 15 años y no recuerda haberlo extrañado, es más, sin que esto lo haya dicho en voz alta se sintió aliviado con su partida, y no hizo fiesta porque todos le daban el pésame por la muerte de su padre.

Pasaron los años y Chinto fue creciendo en el negocio del mercado, era el más conocido y hacedor siempre de cosas buenas.

Sus hermanos: los hombres agarraron camino para Estados Unidos y ya desde hace varios años no saben nada de ellos, imagina que están bien porque otros paisanos de vez en cuando hablan de ellos; sus dos hermanas como dijeran en los pueblos “están bien casadas”, pero a la Natalia le dio por el amor libre, y más cuando supo que podía cobrar; le dio mucho coraje al principio, pero después la empezó a admirar porque era libre, y sabia que mientras fuera joven y con las carnes bien puestas volaría por todos los rincones de la patria.

Su vida transcurría con rutinas tan hechas que había momentos que le parecían como calcas de los días pasados, hasta que un día su madre se fue para siempre, un cáncer en el páncreas -así le dijo el doctor del hospital -se la llevó muy rápido sintiéndose muy solo y como perdido en la montaña.

Siguiendo el consejo último de su madre de que se buscara una buena mujer, se apalabró con la Lupe y empezaron a vivir juntos. Desde el principio no le gustó mucho, él a sus casi cincuenta años le gustaba estar solo, y ella ya también estaba muy corrida y con costumbres que no entendía.

El acuerdo solo duro dos años, nunca se embarazó, y Chinto sabía que el del problema era él porque recuerda que desde niño cuando tuvo paperas, el médico le dijo a su madre: “si no lo cuida, cuando sea grandes no podrá tener hijos”.

Una mañana se fue sin avisar con el repartidor de leche de un pueblo cercano, y con una ternura que le ganó el corazón vio que le dejo un recado: “No dejes de ir con el doctor para que cuide tu diabetes”.

Cuando se enteró de la enfermedad llamada COVID, y que el mercado se cerraba por la epidemia, sintió tristeza por los demás, por los que dibujaban el espanto en sus caras y empezaron a taparlo con cubrebocas que estaba seguro de que era para esconder el miedo.

Él estaba con ventajas únicas y exclusivas: no le hacía falta a nadie, y la vida le circulaba sin tomarlo en cuenta.

Se enteró y le dio pesar de la muerte de don Bartolomé -el de la carnicería- y se sintió apesadumbrado por ver el dolor en sus hijos y en sus nietos.

Chinto intentó seguir su vida como si no pasara nada, empezó a usar el tapabocas más por las miradas inquisidoras de la gente, que por convencimiento de su utilidad.

Se dio cuenta que, aunque el mercado estuviera cerrado él tenia otros recursos únicos y sabios: en una camioneta “chocolata” (las ilegales traídas del otro lado) que se la vendieron a buen precio, empezó su mercado itinerante, escabulléndose de las autoridades con astucia suculenta.

Cuando las “ganes” le apremiaban visitaba a la Clotilde, una amiga de toda la vida y que, aunque se decía casada, la realidad era que su esposo desde que se fue a Estados Unidos y esto hace ya casi 15 años, cada año le ha jurado que en la Navidad estará de regreso, nunca sucede y ambos se mienten diciendo que son fieles.

Ya entrada la noche se acerca con sigilo, le toca la ventana con cinco golpes suaves, y ella sabe que es Chinto.

El encuentro es rápido como suele suceder en la medida que los años se agolpan, y la Clotilde siempre generosa le espeta en plena cara: “lo necesitábamos los dos”.

En la última visita el dialogo se prolongó porque ella le insistió en sus cuidados, en lo grave de la pandemia y que viejitos como él estaban más en los pedidos de la muerte.

Le hizo caso más como un acto de gratitud y le pidió que ella también cuidara de su vida.

Ya era de madrugada y caminando por las calles ahora más solas y vacías, percibió miedo, dolor y tristeza y cayó en la cuenta de que había desesperanza.

Desde hace ya muchos años le gusta escuchar radio por la mañana, un noticiario local que habla de los chismes y suceso de la comarca, pero le ha impactado una frase con la que el locutor termina su programa: “ARRIBA CORAZONES”, y para él ha sido siempre el himno de su vida, y la mayor motivación de su existencia.

Decidió poner un letrero grande en su camioneta de reparto, que dice exactamente lo que escucha en la radio: “Sursum Corda” que ahora sabe es en latín y que habla de levantar el ánimo y los corazones.

Chinto no ha enfermado y su plegaria ha surtido efecto, porque además de que vende más, sabe por la sonrisa de la gente que le da una esperanza en esta enfermedad que como perro rabioso no se quiere ir.


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