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La dignidad del hombre se basa en su origen de las manos de Dios.  Por eso admiramos reverentes la imagen primera del hombre sobre la tierra: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo” (Génesis 2,7).

Venimos directamente de la mano del artista. Somos su obra maestra. Después de su entrenamiento como Creador con los cielos y los astros, con las montañas y los mares, con las aves y los animales, el Señor Dios toma el barro, lo moldea, lo trabaja, le da forma, curva y perfil, suavidad y firmeza, nobleza y belleza, lo mira una y otra vez hasta quedar satisfecho con su obra, y luego sopla su propia vida en él para que sea su propia imagen. “Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Génesis 1,27).

Somos arcilla y aliento. Inteligencia y estética.

Arte y vida.

Ése es nuestro origen, nuestro patrimonio inicial, nuestra carta de nobleza.

Somos la obra de sus manos.

Y menospreciar la obra es menospreciar al artista. Apreciarnos a nosotros mismos es apreciar la obra de Dios. La autoestima resulta ser una adoración del Creador.

Dios no fabrica en serie.

No hay dos seres humanos iguales.

Las huellas dactilares no se repiten.

Ni las vibraciones de la voz o la sonrisa de los labios o el iris de los ojos.

Ni mucho menos el alma.

Cada persona es única.

Y eso resalta el valor de cada uno.

Soy un punto irremplazable en la urdimbre total del universo, mínimo pero real, y allí estoy yo, y nadie puede tomar mi puesto.

Por eso me toca saberme, apreciarme, quererme y ser en mi pequeñez todo lo que puedo ser en mi grandeza.

Nos rebajamos a nosotros mismos con facilidad: No tengo memoria, no valgo para las matemáticas, tengo mal oído, no entiendo de arte, tengo la nariz muy larga, los brazos muy cortos, las caderas muy anchas.

Está claro que no todos somos iguales y por eso habrá siempre quien tenga más de una cosa y menos de otra.

En ser cada uno, lo que es, radica la perfección del conjunto.

Lo que hay de menos en mí realza lo que hay de más en otros.

Me acepto tal como soy, y hago fructificar con fidelidad e inteligencia lo que me dieron.

Sin envidias ni comparaciones.

¿Te gustas ante el espejo?

No se trata de ganar un concurso de belleza, sino de saber mirar nuestra propia imagen con naturalidad, con cariño, con alegría, con humor.

Ése soy yo.

Cuido mi aspecto, porque es obra de Dios y quiero que luzca su trabajo.

El cuidarme con tacto y buen gusto es una bella manifestación de autoestima que aprecia todo lo bueno en mí mismo y se esmera por conservarlo.

El descuido en la apariencia externa puede ser indicación de falta de aprecio de uno mismo.

Es bueno y lícito cuidar el aspecto externo.

Sin ansiedad, ni preocupación, ni modas extrañas ni excesos patentes, sino con moderación y gracia.

Vestir con sobriedad y elegancia.

Cuidar bien la imagen. Merece la pena.

¿Me salen canas, se me cae el pelo, se me hacen ojeras, se me marcan arrugas?

Están bien los tratamientos de belleza si no se hacen con preocupación, impaciencia, resentimiento, rabia, tristeza o pena, sino con naturalidad y sencillez.

Es bueno también, dejar a la naturaleza ir añadiendo sus rasgos de tiempo y experiencia que ennoblecen el rostro y afirman la personalidad.

El cuerpo humano puede mostrar deformidades, y la mente puede resultar un tanto extraña.

Nuestros defectos, corporales o mentales, no destruyen la realidad del conjunto y son parte de un todo real y necesario.

Nos aceptamos tal como somos, con el interés de avanzar y mejorar, pero siempre con el aprecio y el amor de lo que en cada momento somos.

Los discípulos le preguntaban al maestro:

– Rabí, ¿a dónde vas?

– A practicar una acción santa y meritoria.

– ¿A dónde vas a practicarla?

– En el baño de mi casa.

– ¿Y cuál es?

– Bañarme.

– ¿Pero es eso una acción santa y meritoria?

– Sí, pues la imagen del rey erigida en teatros es lustrada y limpiada por el encargado de su conservación; y por ello los reyes le conceden su alimento. Y yo, que he sido creado a semejanza de Dios ¿no he de tener más razones para ocuparme de mi cuerpo?”

El salmista recuerda que el artista no puede descuidar su obra.

No puede destruirla o menospreciarla. La protege y la cuida porque es suya.

Y nosotros somos obra de las manos de Dios: “No menosprecies la obra de tus manos” (Salmo 137,8).

“Él nos hizo, que no nosotros mismos” (Salmo 99,3).

“Eres muy valioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo” (Isaías 43,4).

En esa fe está nuestra confianza, nuestro optimismo, nuestra autoestima: Fuimos hechos con las manos de Dios

  1. Beto CSB

Agosto 2023

CDMX


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