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A la memoria del Arq. Augusto Matus.

Salí manejando mi auto cerca de las ocho de la mañana para ir a mi gabinete de trabajo. Me dirigí a una ancha avenida que tiene un declive importante y va a desembocar a otra más amplia y con bastante tránsito de vehículos.

Al entrar a la del declive pasó frente a mí una bicicleta conducida por un hombre joven, moreno, gorro verde de algodón en la cabeza y que llevaba en la parte de la parrilla trasera, al que supongo su hijito, de unos cinco o seis años.

El niño con su mochilita en la espalda, bien uniformado, bien calzado, se veía inmaculado. Asido no sé cómo, probablemente al mismo papá, pero se veía seguro.

Iban en declive a gran velocidad. Yo detrás de ellos a prudente distancia. No vi si serían a treinta o cuarenta kilómetros por hora, pero se me hacía demasiado para una bicicleta y esos dos arriba en esa fragilidad. Los pies del niño bien separados de la rueda, moviéndose al ritmo del balanceo de los pedales.

Siempre la escena de un padre llevando a su hijito (a) en bicicleta para dejarlo en la escuela me ha provocado emoción, ternura, tiene un gran significado para mí.

Un padre que se preocupa por su niño, que llegue puntual a la escuela; él pone su esfuerzo y uno de sus pocos recursos, la sencillísima bicicleta, para que el niño vaya lo mejor que puede ofrecerle. Los seguí un buen trecho y además de la velocidad,- la misma pendiente lo favorecía-, el padre le peladeaba más y más. Rapidísimo, temerario. Me tenía tenso.

Por fin, ya fue frenando casi al llegar a la gran avenida y al hacer alto completamente vi al muchacho reír a carcajadas a la vez que volteaba a ver a su chiquillo quien también exaltado reía igual, feliz. Habían vivido la gran emoción. Tengo aun en mi memoria esos rostros de alegría.

¿Por qué siempre me llamó la atención esa escena? Cuando niño, me inscribieron en el Colegio Alemán que quedaba a pocas cuadras de mi casa, me iba y regresaba caminando como muchos otros que vivían cerca.

Y a la hora de entrada, concurrían muchos padres a dejar a sus hijos desde sitios alejados a la escuela. Eran muchos, muchos los automóviles que llegaban a dejar esos niños. Una época, finales de los cuarenta y principio de los cincuenta en que tener un automóvil significaba tener posibilidades mucho mejores que el común de la clase media.

Pero me llamaba la atención que el padre de uno de mis compañeros, era el único caso, llegaba hasta la puerta de la escuela en su bicicleta llevando a su niña y a su niño. No tenía automóvil y casi siempre iba con corbata.

Contrastaba aquello con los demás. Venían desde la colonia San Pedro de los Pinos hasta la calle de Industria en Tacubaya. Por cierto, había declive a favor. La niña llegó a ser Concertista de Piano Graduada y supe que murió relativamente joven; el niño llegó a ser un buen arquitecto, quien hace pocos días, en este octubre, falleció por cáncer de próstata.

Alguien, un poco extrañado, hace años me comentó- porque él no sabía ni yo tampoco- que el padre de esos niños tenía como ocupación ser “maistro de obras” . Creció mi admiración por ese señor. Me había propuesto que en la próxima reunión de alumnos donde coincidiéramos mi excondiscípulo y yo, le confesaría mi admiración por su papá, que haciendo gran sacrificio procuró darle a sus hijos la mejor educación y el más digno transporte diario que en sus circunstancias les pudo proporcionar.

Desgraciadamente no pude hacérselo saber.

Hoy en este hastío y malestar que ya cansa, recordar estas escenas me alegran, cambian y optimizan mi ánimo; es una suerte ver las risas simultáneas de un padre y su niño tras de haber superado el desafío de la cuesta abajo, con toda su velocidad, sin pensar en peligro, ni vulnerabilidad, ni súbita sorpresa que impidiera llegar a su destino.

Seguro mañana lo harán otra vez. Esa será la rutinaria emoción matutina que el chiquillo espera de su padre todos los días que hay escuela. Y el padre, seguro espera que el niño aproveche bien lo que sus maestros le enseñen.

Ahí hay riqueza, hay abundancia.


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