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Cuando era niña cada que escuchaba que se acercaba el mes de abril brincaba de gusto pues era la señal de que se aproximaba el día– independiente de tu cumpleaños – donde todo mundo te felicitaba, te daba dulces, suspendían clases por una película o se realizaba cualquier otra actividad para festejar nuestra pequeña gran existencia.

Con el pasar de los años – y cuando mi alma estaba contenida en un envase más grande-, caí en la cuenta de que esto más que una celebración es una conmemoración a las víctimas infantiles que dejó la Primera Guerra mundial, pues al terminar esta se reparó en los efectos negativos que dejó el conflicto bélico, en particular en la infancia.

Fue por ello que durante la convención de Ginebra, se emitió la Declaración de los Derechos de los Niños.

En 1924 en nuestro país se encontraba a la cabeza del Gobierno Álvaro Obregón quien junto con José Vasconcelos realizó la ratificación de la declaratoria en Ginebra e instauraron el 30 de abril como Día del Niño.

Después de analizar estos datos históricos, podríamos resumir esto en tres elementos: Guerra, niñez y secuelas y la suma de estos tres da como resultado una preocupación que busca garantizar bienestar.

Y es aquí donde me detengo para preguntarle, amable lector ¿Cuántas guerras vividas en la niñez nos han dejado secuelas?

Puede que a simple vista pareciera que tuvimos una infancia plena y feliz pero muchas veces nuestras secuelas se disfrazan de una forma tan sutil que probablemente no podamos verlas.

Déjame enseñarte: “Si descubre realmente como soy seguro se decepcionará, porque no soy lo suficientemente valioso” “No voy a poder” “Soy muy torpe” “Es que esto es tan difícil” ¿Alguna de estas oraciones te suena familiar?

Lo que tienes morando dentro de ti es un niño/a herida; lo primero que va a sentir es que no es digno de amor, esta es nuestra parte que no pudo crecer, que se quedó inmadura emocionalmente: YO NO VALGO, HAY ALGO MALO EN MI.

Esta creencia viene de una guerra no bien librada en la infancia, de palabras de personas significativas que se fueron tatuando en nuestra memoria y que lo único que hemos hecho es darles vida en nuestro actuar hasta llegar a ser adultos lastimados y poco crédulos de nosotros mismos.

La buena noticia es que cualquier tiempo es bueno para poder sanar a nuestro pequeño de todas las heridas de batalla y recordarle lo maravilloso que es, de garantizarle el bienestar que en otro momento no tuvo, de devolverle la confianza a sus alas y reparar el dolor de la infancia.

Decía Frederick Douglas que “es más fácil criar niños fuertes que reparar hombres rotos”; sin embargo aun con nuestras cicatrices y nuestras manos lastimadas podemos fortalecer a nuestro niño interior para que su sonrisa logre reflejarse en el adulto que ahora somos.

¿Quieres saber cómo? Nos leemos en el próximo Fin.


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