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Hace unas semanas me topé con un artículo que rezaba más o menos así:

“La mejor herencia que podemos darle a nuestros hijos es una buena autoestima” y es verdad. Cuando nacemos somos un universo perfecto, traemos la luz, el deseo, el ímpetu, las ganas. Pasado un tiempo, caemos en un punto donde comenzamos a hilvanar nuestra historia, intercambiando hilos y madejas con otros pequeños y grandes universos que se van cruzando en nuestro camino dejando algo de ellos en nosotros.

Esta interacción nos deja en la piel – y en el alma – las anécdotas, las experiencias, las enseñanzas y los consejos, pero también, nos abona los miedos, los prejuicios, las historias y las “verdades” de quienes comparten con nosotros y es así como formamos una parte de nuestra personalidad.

Algunas veces estas interacciones son un trampolín y una inspiración para continuar nuestros viaje, sin embargo, tristemente en la mayoría de los casos, terminamos sumidos en una pequeña oscuridad y arrastrados por ideas que sabe Dios si en realidad son nuestras.

Los más afortunados llegan a ver la luz a temprana edad y se da un desarrollo en plenitud teniendo la consciencia de sus potencialidades y de su poder creador. En otros casos – menos afortunados y más comunes – crecemos con miedo, con creencias, con obligaciones ajenas que poco a poco van extinguiendo la luz y terminan – en algunas ocasiones – por colapsar nuestro universo.

Cuando somos niños, vivimos en las manos de nuestros padres quienes se encargan de comenzar a dar las primeras formas del ser que entregaran a la sociedad.

Me pasó, cuando era adolescente, que me encargué de cuestionar muchas de estas formas, pues sentía que al final no terminaban por hacerse una con la “programación” que naturalmente traía.

Sin embargo, en estos días que veo las cosas desde el papel de formadora, puedo notar la dureza con la que en algún tiempo califique el desempeño de mis “papás” como mis “papás” y ahora entiendo que es sumamente difícil despojarse de los miedos, los malos hábitos, los círculos viciosos que por años se han apoderado de nuestro espíritu para poder poner a un nuevo ser en unas manos y alma totalmente limpias y hacer lo propio.

Después de muchos libros y autores, caí en la cuenta que es de vital importancia mostrar desde temprana edad a nuestros niños la perfección con la que han sido creados y darles herramientas que ayuden a quitar aquellas ideas, pensamientos y juicios que no le pertenecen.

A despojarse del miedo, a levantar las capitas que fueron apoderándose de su pequeño ser y desatar la venda que no le permite contemplar su magnificencia.

La buena noticia es que el elixir lo tenemos en el corazón y se llama Amor.

A través del amor, podemos devolverle al niño la capacidad de contemplarse como ese universo perfecto -incluso con sus imperfecciones-, a la par que le vamos dotando de los elementos necesarios para hacerle frente a la vida y la oportunidad de compartir con sus familiares e iguales aquello que va descubriendo, al mismo tiempo que reconoce sus habilidades y desarrolla algunas otras más que le harán llegar a una vida adulta más plena.

Este elixir no se limita únicamente a ser proporcionado por la familia, sino que, desde el rol que desempeñemos frente a los niños ya sea como maestros, educadores, vecinos, amigos o cualquier posición que nos haga unirnos a través del famoso “hilito rojo” con ellos, tenemos el poder de darles esa seguridad que les hará navegar, sin temores ni complejos, por este rio de la vida.

El amor bien direccionado, pueden hacer un verdadero cambio en la vida de los niños, devolviendo así la oportunidad de verse como un ser completo, magnifico y perfecto. Empecemos quitando etiquetas, expectativas y deseos de mi realización a través del otro y abracemos más su corazón, alma y cuerpo de nuestros niños, pues como bien decía aquel famoso reformador social, Frederick Douglass: “Es más fácil construir niños fuertes que reparar adultos rotos”.


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