Por Liz Carreño Caballero
Hablar de cultura el día de hoy es un desafío, considerando que nos encontramos en una era globalizada y que pertenecemos a una nación multicultural, pluriétnica y plurilingüe.
Esto nos da como consecuencia una gran diversidad de opciones que nos presentan un abanico de tradiciones, gastronomía, arte, música, literatura, bailes, etc.
Pero entonces ¿a qué se debe que aproximadamente un 48% de mexicanos no muestren interés por la cultura?
Hay muchos que nunca han pisado una biblioteca o tan solo han entrado a una librería, otros que jamás han asistido a un espectáculo de danza o al teatro, un 43% no conoce ni uno de los 1,432 museos que se encuentran registrados en el país, un 53% tampoco ha acudido a una zona arqueológica y un 86% no ha visitado jamás una exposición de artes plásticas.
Ahora bien, podemos preguntarnos cuantos mexicanos han pagado y presenciado un espectáculo de alguna banda popular o un artista en tendencia, en el que las masas repiten letras sobre el enriquecimiento ilícito, el narcotráfico, la violencia, el sexo, secuestros y personajes perseguidos por la ley que se engrandecen con orgullo de sus delitos, mostrándonos una identidad colectiva heterogénea que desplaza la cultura y educación y nos deja a vistas una profunda crisis de identidad.
Este fenómeno de la hipercomercialización de la cultura nos lleva a encontrarnos con obras de arte contemporáneo como la roca falsa monumental pintada en uno de sus costados de Enrique Matthey, instalada en el frontis del Museo Nacional de Bellas Artes en Chile y realizada con un enorme costo monetario proveniente del Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes, lo cual nos hace reflexionar si ¿es correcto destinar dinero de fondos públicos para la elaboración de caprichos que pueden resultar vandálicos o desagradables?
Definitivamente que pone a vistas, el marco bajo el que se rige una sociedad que ha caído en la falacia política, en las idiosincrasias públicas carentes de valores y caemos al fondo de una desclasificación cultural.
Si etimológicamente la palabra cultura significa cultivo, entonces debemos cuestionarnos si todas estas muestras que aplauden algunos grupos de la sociedad ¿realmente están “cultivando” algo? ¿son expresiones que generan conocimiento? ¿están favoreciendo a la cohesión social?
La llamada cultura de la diversidad debería estar aprovechando el mosaico de representaciones ciudadanas, orientadas hacia propuestas que enriquezcan y combatan las desigualdades, que sean verdaderos catalizadores urbanos de cambios positivos, que potencien la transdisciplinariedad y se conviertan en armaduras para la integración social.
Soy una mujer del siglo pasado, educando a jóvenes de este siglo, convencida del poder que tiene un libro, de la belleza de una sinfonía, de la tranquilidad que puede transmitirme una pintura de José María Velasco que me invita a disfrutarla en silencio, del dramatismo de una obra barroca o el disfrute de sabores de un chile en nogada.
Y si fortalecer la cultura es construir ciudad, entonces asumamos el compromiso de ser fieles promotores de una verdadera identidad cultural, como estructura de desarrollo social.
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