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Padre Roberto Rojas Peña

Todo empezó con un ángel y una muchacha. El ángel se llamaba Gabriel. La muchacha María. Ella tenía sólo catorce años. Él no tenía edad. Y los dos estaban desconcertados. Ella porque no acababa de entender lo que estaba ocurriendo. El, porque entendía muy bien que con sus palabras estaba empujando el umbral de la historia y que allí, entre ellos, estaba ocurriendo algo que él mismo apenas se atrevía a soñar. La escena ocurría en Nazaret, ciento cincuenta kilómetros al norte de Jerusalén. Nazaret es hoy una hermosa ciudad de 30.000 habitantes, con sus casas blancas, tendidas al sol sobre la falda de la montaña, alternadas con las lanzas de cientos de cipreses y rodeada por verdes campos cubiertos de olivos e higueras. Hace dos mil años los campos eran más secos y la hermosa ciudad de hoy no existía. Se diría que Dios hubiera elegido un pobre telón de fondo para la gran escena.

Nazaret era sólo un pueblucho escondido en la hondonada, sin más salida que la que, por una estrecha garganta, conduce a la bella planicie de Esdrelón. Un pueblucho del que nada sabríamos si en él no se hubieran encontrado este ángel y esta muchacha. El antiguo testamento ni siquiera menciona su nombre. Tampoco aparece en Flavio Josefo, ni en el Talmud.

Eran sólo cincuenta casas agrupadas en torno a una fuente y cuya única razón de existir era la de servir de descanso y alimento a las caravanas que cruzaban hacía el norte y buscaban agua para sus cabalgaduras. ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1, 46), preguntará un personaje evangélico cuando alguien pronuncie, años después, ese nombre. Las riñas y trifulcas =-tan frecuentes en los pozos donde se juntan caravanas y extraños- era la única fama de Nazaret.

Y no tenían mejor fama las mujeres del pueblo: “A quien Dios castiga -rezaba un adagio de la época- le da por mujer una nazaretana” Y… una nazaretana era la que, temblorosa, se encontrará hoy con un ángel resplandeciente de blanco. La tradición oriental coloca la escena en la fuente del pueblo; en aquella -que aún hoy se llama “de la Virgen” a la que iban todas las mujeres de la aldea, llevando sobre la cabeza un cántaro de arcilla negra con reflejos azules.

En aquel camino se habría encontrado María con el apuesto muchacho -los pintores orientales aún lo pintan así- que le dirigiría las más bellas palabras que se han dicho jamás. Pero el texto evangélico nos dice que el ángel “entró” a donde estaba ella. Podemos, pues, pensar que fue en la casa, si es que se podían llamar “casas” aquellas chozas que parecían cavernas.

A los poetas y pintores no les gusta este decorado. “Desde la galería esbelta -dirá Juan Ramón Jiménez- se veía el jardín”. Leonardo situará la escena en un bello jardín florentino, tierno de cipreses. Fray Angélico elegirá un pórtico junto a un trozo de jardín directamente robado del paraíso. Pero ni galería, ni jardín, ni pórtico. Dios no es tan exquisito… La “casa” de María debía ser tal y como hoy nos muestran las excavaciones arqueológicas: medio gruta, medio casa, habitación compartida probablemente con el establo de las bestias; sin más decoración que las paredes desnudas de la piedra y el adobe; sin otro mobiliario que las esterillas que cubrían el suelo de tierra batida; sin reclinatorios, porque no se conocían; sin sillas, porque sólo los ricos las poseían.

Sin otra riqueza que las manos blancas de la muchacha, sin otra luz que el fulgor de los vestidos angélicos, relampagueantes en la oscuridad de la casa sin ventanas. No hubo otra luz. No se cubrió la tierra de luz alborozada No florecieron de repente los lirios ni las campanillas. Sólo fue eso: un ángel y una muchacha que se encontraron en este desconocido suburbio del mundo, en la limpia pobreza de un Dios que sabe que el prodigio no necesita decorados ni focos.

Aquí se fraguo el destino del mundo, de unos labios de mujer. y en el mundo no sonaron campanas cuando ella abrió los labios. Pero, sin que nadie se enterara, la vida comenzó a latir. Porque la muchacha-mujer dijo: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”. Dijo “esclava” porque sabía que desde aquel momento dejaba de pertenecerse. Dijo “hágase” porque “aquello” que ocurrió en su seno sólo podía entenderse como una nueva creación. No sabemos cómo se fue el ángel. No sabemos cómo quedó la muchacha. Sólo sabemos que el mundo había cambiado.

Afuera, no se abrieron las flores. Afuera, quienes labraban la tierra siguieron trabajando sin que siquiera un olor les indicara que algo había ocurrido. Si en Roma el emperador hubiera consultado a su espejito mágico sobre si seguía siendo el hombre más importante del mundo, nada le habría hecho sospechar que en la otra punta del mundo la historia había girado. Sólo Dios, la muchacha y un ángel lo sabían. Dios había empezado la prodigiosa aventura de ser hombre en el seno de Una mujer.

¿Así sucedió? ¿O sucedió todo en el interior de María? ¿Vio realmente a un ángel o la llamada de Dios se produjo más misteriosamente aún, como siempre que habla desde el interior de las conciencias? No lo sabremos nunca.

Pero lo que sabemos es bastante: Que Dios eligió a esta muchacha para la tarea más alta que pudiera soñar un ser humano; que no impuso su decisión, porque él no impone nunca; que ella asumió esa llamada desde una fe oscura y luminosa; que ella aceptó con aquel corazón que tanto había esperado sin saber aún qué; que el mismo Dios -sin obra de varón- hizo nacer en ella la semilla del que sería Hijo de Dios viviente. ¿Qué importan, pues, los detalles? ¿Qué podría aportar un ángel más o menos? Tal vez todo ocurrió a la altura del corazón. No hay altura más vertiginosa. Amén.

Paz, fuerza y gozo

Beto CSB

CDMX

Diciembre 2023

(Cfr. Martín Descalzo, en Vida y Misterio de Jesús de Nazaret)


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