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Anllely Cruz Armenta
Psicoterapeuta

Crecí, bajo el cobijo de mi madre; todo lo hacíamos juntas. Alguna vez me contó que yo había sido una hija muy deseada y supongo que por eso nos iba bien.

No nos separábamos mucho una de la otra. Conforme fui creciendo evitaba pensar que algún día ella ya no estaría más conmigo.

Entonces me hicieron tener una amiga – para comenzar mi desapego -, sin embargo, no contaban que a ella también la temía perder, como muchas otras cosas en mi vida: mi perro, mis libros, la medallita de mi bautizo y hasta mis tazos. Pero eso no era todo.

El pensar en hablar en público, el irme a una nueva escuela, el regaño de mi papá o que no les simpatizara a las personas, generaba en mí una enorme preocupación. El miedo, el enorme miedo durmió, comió y respiró junto a mí durante muchos años.

Hasta que, tiempo después, tomada de la mano de esta noble profesión, llegué a la conclusión de que hay dos tipos de miedo: uno que paraliza y otro que nos hace tomar precauciones. El segundo es mucho más sencillo de entender por lo que está columna se enfocará en el primero.

El miedo tiene su origen en nuestro sistema límbico. La amígdala es la protagonista de esta historia, sin embargo, también están asociadas otras estructuras cerebrales.

Cuando comenzamos a experimentarlo, nuestro corazón comienza a aumentar sus latidos, somos presas de una gran sudoración y nuestras pupilas comenzarán a
dilatarse, además empezaremos a liberar hormonas como cortisol y adrenalina: esta última, nos pone en un estado supremo de vigilia mientras que el cortisol comenzará a segregar más azúcar para poder realizar alguna conducta que nos pueda poner a salvo, como escapar, escondernos o enfrentar el peligro.

Algunas veces, a pesar de que una situación amenazante ha pasado, nos quedamos con esa alarma encendida y experimentamos miedo por varias cosas que incluso, ya no tienen que ver directamente con el suceso pero que de alguna manera se asocian a el. El peligro de mantenernos en esta postura todo el tiempo
puede generarnos algunos desordenes.

Imaginar constantemente que estamos en peligro hace que nuestro cuerpo este liberando continuamente cortisol, esto llevará a que nuestro nivel de azúcar baje y repercuta en nuestro sistema inmune, lo que nos llevará a sufrir algunos otros padecimientos.

Pero hablando más allá de la situación fisiológica, hay algunos otros aspectos importantes que abordar en cuanto al miedo y es que, si no lo has notado, la mayoría de las veces está asociado con el futuro.

El pasado de alguna manera ya lo hemos transitado por lo cual es incluso absurdo temerle, pues el miedo surge ante la posibilidad de poder vivir más adelante un episodio similar al que en alguna ocasión hemos pasado.

Esto es a lo que se le conoce como trauma: es una situación que nos ha marcado tanto que deseamos no volverla a vivir y por lo tanto vamos al mañana.

La buena noticia es que ¡el futuro no existe! Y aunque nuestro presente parezca amenazante o poco dulce, no hay que temerlo, solo enfrentarnos a él. Si nos damos cuenta que el miedo que estamos experimentando no deriva exactamente del momento que estamos viviendo, sino más bien de lo que puede llegar a pasar, entonces el alivio llegará a nuestro corazón.

El presente es lo único que tenemos seguro; ni siquiera tenemos la certeza de qué es lo que pasará en el momento que termines de leer esta columna.

Recuerda que “a veces la libertad está cruzando el miedo”.


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