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Mucha tinta ha corrido sobre el dictador Porfirio Díaz, hombre que divide opiniones a cien años de su muerte. Si bien nadie negará que fue un dictador sanguinario, tampoco se podrá refutar su indudable inteligencia y capacidad para lidiar con los más complicados escenarios. Buena parte de la entrada de México en la modernidad fue obra del hombre de Oaxaca, a quien en su momento la prensa europea y estadounidense saludó como uno de los líderes indispensables en el planeta. No se le puede disputar a Díaz el hecho de haber sido el primer mandatario en insertar a México en el moderno proceso globalizador, que se aceleró en el siglo XIX.

Hace dos semanas, en el Congreso de Historia de los Negocios (Business History Congress), en Portland, Oregon, presenté un trabajo sobre un pasaje poco mencionado del Porfiriato, referente al esfuerzo realizado por el dictador por acercarse a Japón.

Díaz temía a la excesiva influencia que Estados Unidos había obtenido sobre México. Su llegada al poder había sido producto de inversionistas estadounidenses y existía la posibilidad de que perdiera la presidencia cuando dejara de ser útil a los intereses de Washington y Wall Street. Por ello, Díaz intentó diversificar sus amistades en el extranjero y, sin duda, su esfuerzo más notable fue el acercamiento con Japón.

Japón, encabezado por el Emperador Meiji, también deseaba ampliar sus redes de amistad por el mundo. Se encontraba inmerso en un proceso modernizador similar al mexicano. Por este motivo, los líderes de ambos países encontraron coincidencias. Japoneses y mexicanos negociaron y firmaron prometedoras iniciativas político-culturales y comerciales. De ellas, la más impresionante fue el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación de 1888, ratificado en 1889. México fue el primer país en la historia en tratar a Japón como un igual en un tratado. Para los japoneses, semejante distinción fue un detalle que debía agradecerse. Los mexicanos obtuvieron concesiones que ningún otro país había obtenido.

Europa y Estados Unidos vieron a México con envidia. Los mexicanos podían circular por la isla nipona con absoluta libertad y comerciar a sus anchas. Esto estaba vedado al resto de los países. La mayor potencia mundial de entonces, Gran Bretaña, ordenó a sus representantes diplomáticos obtener para los británicos los mismos privilegios de los que gozaban los mexicanos. El diario San Francisco Chronicle, uno de los más influyentes en la Unión Americana, aconsejó a los gobiernos de las potencias mundiales a seguir el inteligente ejemplo mexicano, reflejo de una diplomacia perspicaz.

Por desgracia, ni México ni Japón eran potencias. Los nipones recién iniciaban su ascenso mundial. Por consiguiente, las inversiones y el comercio resultaron insignificantes. Ambos países presumían excelentes acuerdos en varios rubros, pero no tenían la capacidad para hacer uso de ellos. Además, Japón y México cruzaron una frontera inadmisible para Estados Unidos.

Surgieron fuertes rumores sobre la posibilidad de que Japón adquiriera una extensa porción de Baja California. Se decía, sin fundamento, que los nipones pretendían establecer allí una base naval. Fue demasiado para los estadounidenses. A escasos meses de que iniciaran los rumores, Porfirio Díaz fue derrocado. Con el derrocamiento de Díaz, se abandonó el esfuerzo por abrir canales de amistad con Japón.

El triunfo de la Revolución Mexicana, con su absurda cerrazón nacionalista, destruyó totalmente los excelentes vínculos con los nipones. Los revolucionarios desconfiaban de todo lo proveniente del exterior y Japón no era la excepción. La extraña amistad que Díaz intentó forjar quedó en el olvido. Japón reorientó sus esfuerzos a incrementar su influencia en Asia y restó importancia a México. No obstante, algo sobrevivió de ese acercamiento del siglo XIX.

En la actualidad, la embajada mexicana en Tokio ocupa un extraordinario lote de 5,000 metros cuadrados, justo junto al Parlamento japonés y a escasas dos cuadras del Palacio Imperial. Fue una muestra de agradecimiento del Emperador Meiji hacia Díaz. El lote está valuando entre 500 y 800 millones de dólares, lo que lo convierte en uno de los más caros en la capital nipona. Varias potencias siguen envidiando este logro del Porfiriato.


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