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Comencé a bendecir el camino de aquellos que marchaban de mi vida. 

Crecí, como seguramente muchos de ustedes con la idea de que las relaciones – del tipo que fueran- eran interminables. 

Uno empieza a socializar desde muy pequeño, creando nuestros primeros lazos con los vecinos, con los hijos de los amigos de nuestros papás, con los compañeros de la escuela y como van pasando los años vas haciendo tuya esa idea de que permanecernos unidos por siempre. 

En la primaria, los escritos en las libretas y las huellas de plumón sobre las playeras ejercen una garantía – por lo menos de palabra –  que “Siempre podrás contar conmigo”. 

En lo sucesivo, durante la secundaria y la prepa pasa algo similar, solo que menos cursi y rosa, pero vamos albergando – por lo menos durante algunos años – el deseo de jamás perdernos la huella y que seamos “mejores amigos” hasta que seamos viejitos. 

Lo cierto es en que en el segundo exacto donde ponemos un pie afuera de la escuela todo se rompe y solo son algunos hilos los que aún quedan unidos a nosotros. 

Todas las partidas nos duelen, todas, sin excepción pero según en algún momento lo viví y lo que observo con mis conocidos no hay partida más dolorosa que la de un amor. El decir adiós a un amigo se sufre pero al terminar una relación amorosa es un auténtico desgarramiento de entrañas. 

No se entiende dónde quedaron aquellos juramentos de amor eterno, los sueños de casarse o vivir juntos, el trabajar unidos por un objetivo. Nos damos autoterapia frente al espejo o nos cobijamos con en los consejos de los amigos  y cuando pareciera que vamos medio surcando las turbulentas aguas del dolor, cerramos los ojos y nos encontramos con un montón de historias inconclusas y “su rostro” en todos nuestros pensamientos (y eso si los “recuerdos de Facebook no se nos adelantaron ya). 

Ese dolor, nos lleva a pensar que es lo peor que hemos pasado, que ese tiempo lo compartimos con un ser desalmado que un día sacando toda su malicia, se dio la vuelta y nos dijo adiós, nos tira por completo aquellos finales felices que nos topamos en los cuentos que de pequeños nos leían, donde el protagonista en la primer persona que conocía encontraba el amor y vivían felices para siempre. 

¿Por qué nadie nos dice que en lo práctico tendremos que ir mudando de manos para ver cuál se atreve a sujetar la nuestra por más tiempo? 

Así que aquí nos tienen llorando, haciendo que las canciones de José Alfredo cobren sentido y lamentándonos por no haber podido detener el tiempo, por no elegir mejor a la pareja, o peor aún porque el amor se acabó. 

A esto se suma el montón de comentarios de los amigos que no dejan de decirnos de lo maravilloso que lucíamos juntos y quienes incluso expresan la tristeza de ver terminada una historia que hasta ellos creían infinita.

Pero hay otro lado de la moneda – que he experimentado últimamente – más bonito y soleado. 

Éste, viene en un empaque de harto amor propio con toneladas de aceptación – de las cosas, de lo que no se tiene control, de la decisión del otro y de la sabiduría del universo – que hace que uno se experimente en una auténtica y hermosa libertad en la que “cerrar ciclos” es de lo más normal que tiene la vida (sin corte de pelo)

Pero regresando al tema, cuando alguien decide salirse de nuestro camino – que no siempre es de manera consciente, ya que muchas veces es solo la vida que nos va llevando por rumbos diferentes – lo más sano es ver de entre las huellas que va marcando al irse  la enseñanza que nos dejó, las cosas que trajo consigo, lo bueno que aprendimos de él/ella y no queda más que bendecir su viaje y su camino y agradecer.

No hay que lamentar su partida ya que esto obedece a un ciclo. 

El llegar al final de algo significa el inicio de una experiencia nueva, con otro aire, otras personas, otros corazones. El que alguien ya no camine a mi lado obedece a la única razón de que su misión conmigo ha terminado. 

Cuando miro desde el amor todo lo que me rodea, me doy cuenta de quien está aquí y ahora y lo disfruto, pues puede que mañana nuestras vidas se deslicen en sentidos diferentes. 

Vivamos sin juicios, agradeciendo, bendiciendo y descansando en nuestro corazón, porque él tiene la fuerza para ayudarnos a abrir los brazos siempre, para sostener a quienes amamos y para soltar a quien necesita seguir fluyendo con la vida.


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